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Dadme Opio

Actualizado: 27 jun 2023

La fecha se acerca y esa inquietud que solemos sentir en la tripa antes de un Mundial es, este año, distinta. Aquí en Barcelona ya no se puede achacar al calor ni a la inmensidad de posibilidades que nos ofrece el inicio del verano, porque la cita nos coge en plena resaca emocional de otoño y con el aterrizaje a la rutina todavía en proceso. No; esa intranquilidad tiene nombre, y se llama Culpa. Así, en mayúsculas.

¿Debemos sentirnos culpables por ver este Mundial? La exagerada cantidad de escándalos que lo rodean nos imposibilitan mirar hacia otro lado. La copa más bonita del planeta está tan salpicada de suciedad que para que su oro vuelva a brillar habrá que escarbar un buen rato. La competición fetiche de la FIFA fue adjudicada de una tacada a Rusia —paradójicamente suspendida ahora por el ente que domina el fútbol mundial— y a Qatar, en una decisión tomada en una sala de Zúrich por 22 señores, la mitad de los cuales corruptos —no lo digo yo, lo dicen las distintas Justicias que les investigaron.


Hay, por supuesto, muchísimo más. Hay tanto, que el hecho de que se juegue en plena temporada europea, reventando así el curso de las mejores ligas, pasa a ser un aspecto secundario. Es más: no deja de ser una oportunidad para que desde aquí entendamos que, aunque seamos el ombligo del planeta fútbol, en el mundo hay muchos aficionados que también merecen ver un Corea del Sur - Ghana en chancletas y bañador.


El principal problema de la adjudicación del Mundial a Qatar son las informaciones que nos llegan referentes a la naturaleza del régimen que hará de anfitrión. Una política autoritaria y represiva donde el nepotismo está al orden del día. Una menospreciación sistémica de la mujer. Una intolerancia latente hacia las diversidades sexuales. Una explotación neoesclavista de migrantes de países pobres para construir mundos artificiales en el desierto. Una alarmante falta de transparencia que imposibilita cifrar las víctimas que esa explotación ha supuesto —los famosos 6.500 que reveló The Guardian hay que cogerlos con pinzas.


Todos los inputs que llegan desde el Golfo nos provocan un rechazo frontal hacia la cita que paraliza nuestro día a día cada cuatro años. Y sin embargo.


El otro día me encontré con el escritor Martín Caparrós y aprovechamos para hablar de nuestra pasión compartida. Martín me explicó que en el 78 impulsó el Comité de Boicot a la Organización del Mundial de Fútbol en la Argentina, la cita que pretendía afianzar al dictador Videla al frente de la nación. Desde París —donde se había exiliado—, Martín organizó marchas, protestas e incluso dedicó un número de la revista mural en la que colaboraba a despotricar del Mundial. En la víspera de la final, sus amigos parisinos le invitaron, al día siguiente, a una fiesta que montaban unos sindicalistas. Martín les respondió que no podría asistir, porque ese día jugaba Argentina.


Al cabo de unos días me encontré con otro argentino que aborda el fútbol desde una perspectiva antropofilosófica. Como Caparrós, Ángel Cappa también promovió desde el exilio el boicot contra el Mundial del 78 —un boicot que en realidad era contra Videla—, en su caso desde España. Me confesó que, los días en que jugaba Argentina, Ángel guardaba los bártulos y se ponía a gritar como un loco delante del televisor.


¿Qué nos cuentan los casos de Martín y Ángel? Que los seres humanos estamos hechos de nuestras contradicciones. Por suerte el fútbol nos permite suspender el juicio durante un par de horas, y así escapar de ellas. Supongo que aquellos que lo catalogan como “el opio del pueblo” tienen razón —nunca probé el opio, pero entiendo que valdrá la pena si se libraron guerras por su culpa.


Los hay que, por supuesto, priorizarán sus “valores” —seguramente una de las palabras más prostituidas últimamente— y decidirán boicotear el Mundial. Para ellos todo mi respeto, aunque también una duda: entiendo dónde empieza el boicot, pero claro, ¿dónde acaba?


Supongo que esa gente tampoco verá los partidos del París Saint-Germain, equipo propiedad del jeque Al-Khelaïfi, ministro sin cartera de Qatar. Entiendo que esas personas apagarán la tele cada vez que aparezcan los goles de Haaland con el City, otro club-estado que blanquea otra monarquía del Golfo, en este caso los Emiratos Árabes Unidos. Doy por hecho que no podrán ni ver los controles de Modric, que en su camiseta publicita la aerolínea nacional de ese mismo régimen. Un Modric que juega en un club que, veinte años atrás, se salvó de la quiebra gracias a la recalificación de unos terrenos con el ayuntamiento de Madrid. En una Liga, la española, presidida por un señor que militaba en un partido político de ultraderecha.


El ejercicio es infinito y refleja una realidad que, cuanto antes asumamos, mejor: hace años que nos robaron el fútbol. Los ladrones son unos señores —siempre señores— de muy dudosa integridad que se mueven única y exclusivamente por intereses económicos, y que encima tienen la audacia de maquillar cada una de sus decisiones con grandilocuentes vocablos: nos dicen que lo hacen para salvar el fútbol, para globalizar el fútbol, para modernizar el fútbol.


Yo ya hace tiempo que me resigné; como soy del Espanyol, supongo que ya estoy acostumbrado a que el fútbol me prometa ilusiones y me regale decepciones. Es paradójico, pero lo que me ayuda a desconectar del negocio es el disfrute del juego. El fútbol me salva del fútbol. Y sí, todavía creo en esa romántica idea de que el Mundial devuelve a los futbolistas a sus orígenes, cuando jugaban por amor y por pasión. Así que dadme opio y hablamos el 19 de diciembre.





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