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Las crónicas maradonianas

Actualizado: 23 nov 2023


Apenas han transcurrido unos meses desde que, el fatídico 25 de noviembre de 2020, comenzase el año I después de D10S. Las imágenes de su despedida siguen vivas en nuestras retinas. Caía el sol. El dolor de los fieles maradonianos no entendía de epidemias ni de distanciamiento social ni mucho menos de rebrotes. Las mascarillas no servían para contener el océano de lágrimas, y los hinchas de Boca y River se consolaban con abrazos, fundían como nunca antes sus colores en uno: el negro del luto.

Retumbaban los bombos entre la marea humana. ‘Olé, olé, olé, Diego, Diego’. Ondeaban las banderas. ‘¡Viva la patria!’, gritaban unos. ‘¡Viva Maradona!’, respondían otros. Tatuajes con su cara. Con su 10. Con su nombre. ‘Maradó, Maradó’. Pancartas con su rostro, celebrando un gol, besando la copa más dorada. Las venas abiertas de América Latina se desangraban en plena calle, mientras unos drones lo grababan todo para que los fieles maradonianos, de todos los rincones del mundo, pudieran despedir a su dios.


Una bandera argentina vestía el féretro. No podía ser de otra manera: el amor del Diego por la albiceleste fue eterno desde el primer día. Todos querían tocar el coche fúnebre mientras avanzaba, entre la multitud abatida, camino del cementerio privado, en la periferia bonaerense, donde el Diego descansaría para siempre junto a Doña Tota y Don Diego. Todas y cada una de las decenas de miles de personas que acudieron a despedirlo, llevaban en el corazón un pedacito del astro. Sus gambetas, sus goles, sus malabarismos con una mandarina. El brillo de la Copa del Mundo reflejado en su sonrisa. Sus pelotas para encarar a los poderosos, para defender a los más necesitados. Su tatuaje del Che. Sus puros. Su locura. Algunos lo recordaban con remera de Boca, otros con la Newell’s. Muchos, con la del Napoli. Pocos con la del Barça. Seguro que unos cuantos rieron al recordarlo con la de War Criminal y la cara de Bush. Todos y cada uno de ellos, sin duda, lo recordaron en sus mejores momentos con la albiceleste. Diego Armando Maradona se enfundó incontables camisetas, de cientos de clubes de todo el mundo, porque el Diego fue muchos Maradonas durante su vida. El niño de Villa Fiorito que mira a la cámara y revela que ganará un Mundial. El pibe de quince años que enseñó qué era el fútbol a los hombres. El que invitó a su vieja a comer en una pizzería con su primer sueldo. L’eroe dei bambini poveri d’Italia. El que ‘sembró alegría en el pueblo’ y ‘regó de gloria este suelo’. El que marcó el gol del siglo a dúo con Víctor Hugo. El que dio la mano a Dios. El que cayó en la tentación, una y mil veces. El que sudó en La Pampa una camiseta de Jordan emulando a Rocky. El que enloqueció frente a una cámara en USA’94. El del mechón amarillo y el tatuaje del Che. El hombre del traje gris que llevaba dos relojes porque su tiempo, en realidad, ya no era de este mundo.



Todos esos Maradonas aparecen en Crónicas maradonianas, un libro firmado por el colectivo Lástima a nadie, maestro. Porque, como dice Lucas Jiménez, uno de los autores: «Las historias maradonianas son telarañas donde cada parte se une con otra», y de este modo, uniendo momentos cruciales con otros que, a primera vista, parecen más banales, van tejiendo el libro de la vida de D10S. «Hay muchos Maradonas, fueron muchas vidas en una sola», aseguran sus autores. Y así es. El Maradona que cantó tres veces El sueño del pibe, vieja canción que profetizó su llegada muchos antes de su nacimiento. El que nunca declinó la invitación a un partido benéfico. El que tonteó con la Camorra. El que espantaba fotógrafos a pelotazos. El mismo que se hundió en el pozo y trató de renacer de sus cenizas en La Pampa. El que miraba a Magic como un crío. El que se moría de ganas de comerse una hamburguesa. «Maradona, simplemente Diego», escribe Santiago Núñez. «Jugador y artista. Un tango de Gardel. Un cuento de Borges. Una novela de Cortázar».

Porque «no nos importa lo que hiciste con tu vida», como le dijo el Negro Fontanarrosa. «Nos importa lo que hiciste con la nuestra». Y eso es precisamente lo que refleja el libro: cómo el Diego —con su fútbol, sus palabras y sus gestos— cambió la vida de la gente. A la mayoría, nos hizo más felices viéndolo gambetear. A sus compatriotas, les permitió vengar la muerte de sus seres queridos con sus dos goles a los ingleses. A los de abajo les enseñó que, por muy pulga que uno sea, se puede tumbar al Goliat más temible. Y que nunca hay que cerrar la boca frente a los poderosos. Y que, aunque te corten las piernas, lo que nunca te pueden quitar son las ganas de volar. Porque cuando uno cae, el siguiente paso es levantarse. Porque, si consigues esquivar las patadas, acabarás encarando la portería rival. Como afirma Lucas Bauzá: «A Diego hay que quererlo como jugador, pero más como persona».


La persona que pecó, insultó, golpeó, lloró, se drogó, babeó y se derrumbó; ese Diego tan vulnerable como cualquier mortal que lo convirtió en D10S. «Si existirán los libros sagrados maradonianos, la primera imagen sería esta», escribe Juan Stanisci: «‘En el principio la pelota era el mundo y el mundo fue creado para jugar a la pelota.

Entonces D10S hizo al planeta tierra. Lo hizo redondo para hacer jueguecitos con él’».

Nadie volverá a jugar con esa pelota como él.


Maradonas hubo muchos, Diego solo uno: el padre del fútbol, el hijo de un balón y el Espíritu Santo en muchos estadios. Y será recordado por los siglos de los siglos, y los goles de los goles. Amén.






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